La medida del otoƱo


LA MEDIDA DEL OTOƑO, por Alejandro Maciel, de Corrientes, Argentina


“Y en mitad de la siesta se levantarĆ” el Bien, y serĆ” como la maƱana. Y te acostarĆ”s y no habrĆ” quiĆ©n te espante. El ojo del malvado se consumirĆ” y su esperanza serĆ” agonĆ­a del alma”. Job 11: 17-20

Vinieron cuando la luna cortaba el paso de las casuarinas. Yo les dije que de todas formas ustedes iban al galope, porque la tierra martillaba de caliente cuando me acostĆ© a pensar que podĆ­a dormirme. Vas a cerrar los ojos, vas a rezarle a la Virgen y asĆ­ hasta quedarte dormida, me dije. Pero los sueƱos son enemigos de los pensamientos. 

Y esa noche todo lo que me habĆ­an contado de esos dĆ­as del otoƱo volvĆ­a una vez, otra vez, ya se iba perdiendo en la lejanĆ­a pero no, otra vez volvĆ­a y volvĆ­a la misma vieja historia. Es hora de apagar el candil, dijo mamĆ” que ya puede soƱar desde que dejĆ³ que las cosas vinieran o se fueran segĆŗn sus antojos, hay que ver que algunas cosas son caprichosas. Para mamĆ”, todo era lo mismo. Hace tiempo dejĆ³ de pelear con las desgracias. Una debe de llegar a vieja muy cansada en este pueblo resignado.

No pude ver los caballos cuando ustedes se despidieron pero supe que galoparon sin cansancio en el retumbo de la arena todavĆ­a caliente desde que el sol de enero no parĆ³ de quemar un solo dĆ­a, nunca termina de caer la luz quemada en las siestas de enero. Ya pasaron dos meses y sigue quemando, sigue latiendo de llamaradas aunque no se vean, se sienten quemĆ”ndose. Yo les dije que ni aunque galoparan toda la noche sobre esa arena erizada podrĆ­an alcanzarlos. Uno de ellos me dijo: La distancia se acorta de noche. No sĆ© cuĆ”l de ellos, eran muchos. Yo salĆ­ a mirar y en el callejĆ³n la arena seguĆ­a latiendo de calor a pesar de los cascos marcados como ojos oscuros. Todos tenĆ­an tacuaras y banderas rojas que ondeaban. Banderas rojas y tacuaras altas, ya sabrĆ­an ustedes lo que es ver esa revoltosa a medianoche y mĆ”s si hay luna que quema como si estuviera el sol. De noche no pude ver mucho pero no hay necesidad de ver el rojo, se presiente porque donde estĆ” el rojo hay violencia, la sangre es roja y sin verla una ya sabe cuando estĆ” escapĆ”ndose por una herida. El fuego es rojo. El otoƱo es rojo.

Isabel me acompaĆ±Ć³ hasta la capilla en la maƱana. Otro se acercĆ³ al que comandaba y le dijo “estĆ” mintiendo, deben haberse escondido en algĆŗn sitio acĆ” cerca”. Miraba el pasto y escupĆ­a mientras el caballo mordĆ­a el freno, inquieto en esa noche pesada. El otoƱo es rojo, Ventura no estaba en la casa, el sol seguĆ­a derritiĆ©ndose en el aire encerrado porque mamĆ” habĆ­a atrancado puertas y ventanas y el olor dulzĆ³n del jazmĆ­n se esparcĆ­a por la casa oscura.

Cuando guardaba las cobijas de invierno mamĆ” dijo: Todo se estĆ” volviendo viejo aquĆ­. No me dijo ni a mĆ­ ni a nadie, hablĆ³ para convencerse ella misma, el olor de los jazmines se volviĆ³ ruinoso, cuando mamĆ” hablaba de tristezas nombraba muy despacio, apenas se podĆ­a escuchar lo que decĆ­a como si el tiempo tambiĆ©n desgastara las conversaciones que tambiĆ©n se van avejentando, una se acuerda entonces que los sueƱos no envejecen y entonces sueƱa mucho, envejece soƱando como sucediĆ³ con mamĆ”.
Tal vez por eso no pude saber quiƩn eras cuando viniste esa misma noche, solamente supe que venƭan huyendo porque los cuerpos les sudaban el miedo. Yo misma tuve miedo y no dormƭ pensando que despuƩs del sol de marzo vendrƭa otro otoƱo y el olor de los jazmines seguirƭa descomponiƩndose en el aire escaldado. En el camino hacia mi casa el olor a los jazmines hacƭa presentir cosas desgraciadas, Isabel caminaba molesta, casi no miraba por donde ƭbamos las dos.

Desde entonces no me gusta escuchar galopes de noche. Suenan como un corazĆ³n a punto de quebrarse, se llena de pena el pecho con ese ruido hueco, se presienten muchas cosas. MamĆ” quedĆ³ dormida en la mecedora seguramente, cerca de la alcuza. Seguramente por eso no supo lo que pasaba, Isabel corrĆ­a al ver la humazĆ³n. Cuando mĆ”s corrĆ­amos, mĆ”s nos desesperĆ”bamos. Tuvo que forzar la puerta para entrar, llorando me arrastraba para buscar a mamĆ” entre el humo que nos abrazaba, encontramos a mamĆ” en la sala, todo ardĆ­a y las llamaradas atravesaban las paredes, se prendĆ­an a los travesaƱos como gatos enfurecidos, bajaban por los horcones hasta que todo cayĆ³ sobre nosotras: una lluvia de llamas.

En el techo se abriĆ³ una boca de fuego y mĆ”s allĆ”, los pĆ”jaros barriendo el cielo del atardecer: todo rojo. Las llamas rojas. El otoƱo rojo. El fuego subĆ­a, se lo podĆ­a sentir hirviendo en la sangre, los pastizales parecĆ­an muy viejos desde la ventana, ocres, Ć”speros como el viento del atardecer.

Supe que nunca pudieron alcanzarlos. Que iban a contratiempo. Mejor, asĆ­ han de creer que ustedes todavĆ­a viven. Yo misma  no me resigno a creer la verdad envuelta en el humo y el olor de jazmines como estoy. Y todavĆ­a creo que despuĆ©s del sol de marzo ha de venir de nuevo el otoƱo rojo como este atardecer que se desvanece mientras retumban los caballos de la siesta sembrando los redondeles de las pisadas que siempre se alejan. En este pueblo nadie vuelve, todos se van  detrĆ”s de ustedes.

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