Por Rodolfo Alonso
Es con profunda, tocante emoción que recibo la anhelada y bienvenida
noticia de que Ediciones En Danza, de Buenos Aires, va a lanzar finalmente en
2012 la poesía completa de Juan Antonio Vasco (1924-1984). No sólo porque, como
les consta a su mujer y a sus dos hijas, hace ya mucho tiempo que aquí y allá,
donde y cada vez que pude, venía insistiendo en la imperiosa necesidad de
hacerlo. Sino también porque, en todos los ámbitos de nuestra lengua, pero
sobre todo en aquellos donde se produjo y donde se incluye: Argentina y
Venezuela, la palabra vivaz y honda, vivificante y tañedora de este gran poeta
latinoamericano, precisamente hoy debía volver a preñar el castellano con su
timbre tan legítimo, con su tonada en que confluyen resonando el Plata y el
Caribe.
Ya me había resultado particularmente alucinante tener que enfrentarme
por escrito, en aquel panorama antológico de Juan Antonio Vasco que fue
titulado como uno de sus mejores poemas: Déjame pasar (Último Reino, Buenos
Aires, 1988), con el amigo ya muerto que sin embargo sigue viviendo, hablando,
mirándome y gesticulando desde nuestra propia memoria, literalmente desde su
imagen todavía activa y movediza, indeleblemente grabada en el fondo de
nuestras retinas.
Extraño fue entonces para mí toparme hecho lectura a un Juan Antonio
Vasco que dentro mío conservo tan vivo y fresco como cuando lo conocí, apenas
poco tiempo antes de su primera larga estadía en Venezuela, o cuando volvió de
allí, unos diez años después, antes de comenzar a caer postrado en su trágico
lecho de enfermo, donde lo esperaba otro largo viaje, quizás hacia sí mismo.
Era unos diez años mayor que yo, pero esa distancia no existía en mi trato con
él, a la vez exigente y fraternal. Al envío de mi cuarto librito, allá por
1959, respondió con unas líneas donde adoctrinaba amistosamente algo así como:
“Desmelénate, chico. A ver qué barro arrastras”. Es que ya había dejado
Chascomús y tomado contacto con el surrealismo porteño. Pero esas palabras
suyas, a la vez toda una estética (y también toda una ética), nos testimonian y
nos adelantan que su sincera adhesión a los postulados de André Breton y sus
amigos no era en absoluto, de ningún modo, apenas intelectual.
El choque de aquella imagen íntima, privada, con el redescubrimiento que
supuso entonces aquella antología preparada por Ricardo Herrera, fue capaz de
producirme ciertas reverberaciones que quizá superaban, intuyo, el caso
particular. Porque la palabra escrita, la palabra poética (y muy especialmente
esta palabra), no es por supuesto meramente el reflejo, digamos especular, de
una personalidad. No es, apenas, un instrumento, y mucho menos un utensilio.
Aun para quien no acepte que el lenguaje tenga una vida propia, y se niegue
entonces a imaginar que podamos ser nosotros su instrumento y no sólo a la
inversa, difícil será negarse a la evidencia de aquello a lo que tan bien
aludió el límpido Pedro Salinas: que el lenguaje tira de uno.
Y ya que estamos hablando de surrealistas, recordemos que la ortodoxia
de ese movimiento quiso liberarse de los imperativos de la razón e imaginó
–Breton dixit– un “automatismo psíquico puro” que permitiría la libre expresión
del inconsciente. Pues bien, tal automatismo entonces considerado
archi-revolucionario, a mi modesto entender no deja de seguir considerando al
lenguaje como un instrumento, en este caso del inconsciente en lugar de la
razón. Pero, a la vez, también resulta llamativo que, en una literatura como la
argentina, donde prácticamente no ha tenido asidero el llamado “realismo
mágico”, haya sido de los integrantes del pequeño grupo filosurrealista de
donde surgieron voces tan hondamente, tan íntegramente latinoamericanas como
las de Enrique Molina, Francisco Madariaga o Juan Antonio Vasco. Así como no es
menos llamativo que, en todos ellos, cada cual a su modo, el esplendor de los
paisajes soñados o entrevistos se haga uno, se haga carne en el esplendor de
los lenguajes, orgánicamente espontáneos y, sobre todo para el caso de Vasco,
sabiamente, sagazmente populares, en el mejor sentido.
Aquella selección de 1988, que creyó conveniente dividir su contenido
entre poemas, cuentos, ensayos y traducciones (coincido en que no he leído
mejor traducción castellana de Gottfried Benn), además de su loable intento
(que recién ahora se va a cumplir en plenitud) de poner en circulación la
personalidad de un poeta absolutamente singular y a la vez también
significativo como vimos de ciertas actitudes más generales, ostentó asimismo
otros méritos. Que comenzaban directamente por Historia de Vasco, título
homónimo de aquel drama del luminoso Georges Schehadé que tan bien le sirvió
allí a Herrera, en un lúcido hallazgo, (y me sirve ahora a mí) para denominar
igualmente a su atinada introducción. En la que seguía en gran medida el
itinerario vital de nuestro poeta: su infancia de huérfano a quien llevan a
vivir al campo, su adolescencia en Chascomús, el encuentro con los surrealistas
porteños, los diez largos años en Venezuela, esa larga y lenta agonía de su
maldita enfermedad (sobrellevada con tanta entereza, con tanto valor, realmente
ejemplares).
Algunas claves se acentúan cuado vuelvo a leerlo: en primer lugar, la
honestidad absoluta –doy fe–, la absoluta inocencia con que Vasco vivió y nunca
trató de ocultar sus contradicciones (esas contradicciones que alguna vez
comparé con señales de estar vivo), principalmente entre las antónimas poesía y
publicidad, sin duda como agua y aceite para quien adhiriera al ideario
surrealista que, bien sabemos, no era revolucionario apenas en literatura, y el
ejercicio de altos cargos directivos en una desmedida multinacional. Pero
también, y de un modo cabalmente relevante, su fidelidad, su pasión, su entrega
a esa dicha del lenguaje que la poesía es según Wallace Stevens (su hermano
también en contradicciones similares). Si Vasco inicia su producción en forma
magistral a través de las formas clásicas castellanas, y aunque después tomara
caminos bien opuestos, también es verdad que nunca las despreció, especialmente
en el sentido de que él sabía que no debían considerarse una finalidad, sino un
medio. Uno de los instrumentos posibles para ese verdadero fin que es el
lenguaje, el genio de la lengua que tanto le conmovió a él mismo descubrir vivo
y contagioso en su itinerario latinoamericano, y sobre todo en su contacto tan
fraternal con el pueblo venezolano.
Si hoy puedo continuar afirmando que, especialmente su imborrable Hay
que pagar, pero también su sintomático Prohibido pasar, me siguen pareciendo
absolutamente imprescindibles cuando se
quiera hacer una muestra certera de la poesía latinoamericana contemporánea,
bien sabemos que ello no es así tan sólo por sus evidentes, inclusive sonoros
hallazgos verbales, por sus peculiares logros digamos estilísticos (que los
tiene, y muchos), sino también por la forma en que, al hacerlo, allí quedan
encarnados asimismo de manera inefable, indiscernible, su denuncia del hambre y
la injusticia que soportaron y aún soportan tantos humildes de estas tierras,
aquella otra idea de la poesía que “se hace negación de la iniquidad” que
enarbolara nada menos que Baudelaire. Belleza que es verdad, y también
viceversa, la palabra de Juan Antonio Vasco no seduce, enuncia; no propone, no
discurre: evidencia. Como la indeleble “rosa de fuego” que él supo entrever y
enaltecer también en don Antonio Machado, el fuego de su verdad y el fuego de
su belleza vivirán hechos uno en el poema logrado, seguirán viviendo en otros,
en quienes sean dignos de ellos.
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