Las lluvias de París





Mónica Bouguet


Ana está cansada, muy cansada, hoy no desea caminar por París. Hoy por primera vez, no puede caminar, se arrastra. Todo lo hace con desgano. Levantarse, lavarse la cara y hasta mirar por la ventana de su cuarto. Quisiera estar en su casa, con personas que la amen, sin que le pidan nada, simplemente que la amen porque sí. Desearía volver a sus cosas, caminando despacio.

Comienza a llover y la gente corre por las calles sin rumbo, fugitiva, al compás de la melodía metálica y acompasada. La lluvia cae mansamente, generosa y triste. El agua se desliza por el vidrio y forma finos hilos que se entrecruzan. Ana pasa los dedos por esas trayectorias, siguiendo los geométricos dibujos que se enmarañan y se superponen. La ciudad brilla como el charol a través de la ventana y el olor a tierra y cemento mojados se introduce en la habitación como un perfume tranquilizador. Es lo único que desea ver esta mañana, la ciudad brillando bajo la lluvia. Después, abre la ventana y saca la cabeza para mojarse la cara. Las gotas saltarinas rebotan en sus mejillas, como una caricia de madre, leve y suave. Esta mañana, Ana no hará nada, solamente se mojará la cara con la lluvia y mirará la ciudad, añorando la lentitud de sus pasos por la casa.

Pablo llama por teléfono varias veces. Cree que Ana está enferma. No entiende que hoy es un día en que ella decidió no hacer nada, simplemente quiere mirar por la ventana. Por su parte, Andrés también se preocupa, y la impotencia de tener un océano y algunos silencios que lo separan de Ana, le hacen repetir hasta el cansancio palabras que ella no quiere escuchar, porque Ana decidió que hoy, sólo escuchará el sonido de la lluvia al caer. La lluvia siempre cuenta historias. La lluvia cae perpetua.

En el centro de la ciudad, Chantal camina bajo la misma lluvia, agachada y cubriéndose la cara. Esquiva los charcos y sortea baldosas flojas porque no quiere salpicar sus zapatos. Chantal abre el paraguas pues no desea mojarse. La lluvia es molesta e inoportuna. La gente corre de un lado a otro cubriéndose la cabeza con diarios o albergándose bajo los toldos. El agua corre por las alcantarillas acarreando basura, bolsas de polietileno y envases vacíos que obstruyen los desagües. Chantal llega a la Galería de Arte Lemercier y se sacude el agua que se le adhirió a la ropa. Se alisa el cabello con las manos, se seca la cara con un pañuelo perfumado, se mira el rostro en el espejo de la cartera y se retoca el maquillaje corrido. Quedó en encontrarse con Amelie en la puerta de entrada. Mira hacia adentro por el vidrio, pero todavía no llegó. Consulta la hora en el reloj pulsera, Amelie está retrasada quince minutos. Chantal sabe que su amiga es muy informal y el retraso es para ella una forma de vida. Sigue lloviendo en el centro de la ciudad. En la entrada de la galería está Chantal esperando. La lluvia cae densa y fastidiosa.

Amelie toma su mochila y sale corriendo de las oficinas de la revista La Femme. Está retrasada, y sabe lo que sucederá. Chantal le reclamará entre dientes los minutos que pasó esperándola. Sale a la calle y la lluvia le pega en la cara inesperadamente. Se detiene con los ojos cerrados y la boca entreabierta, disfrutando del efecto embriagador y atrayente de la lluvia. Aspira su perfume, es una mezcla de sal, azúcar y alcanfor. Siempre le gustaron los días de lluvia. Cuando era niña, salía a correr bajo el agua. Después tenía que escuchar las reprimendas de su madre en idioma castellano que ella aún no dominaba. Amelie sabe que ante la lluvia hay dos opciones: mojarse o taparse, pero ella no es de las que se tapan. De nada sirve tratar de esquivarla porque la lluvia siempre cae sin corduras. Hay que salir y afrontarla. Al menos, en algún momento existe la esperanza de que el sol vuelva a brillar. La lluvia cae sin restricciones, descaradamente.

Armand Hontou atiende varios llamados telefónicos. Uno de ellos es de Lemercier. Hace anotaciones en su agenda. Grita órdenes que su secretaria asiente temerosa. Hontou está de mal humor, hoy más que nunca. Siente que la situación se complica y que la muestra de esos cuadros le va a traer serios problemas. No entiende por qué Nora se empecinó en querer revelarlos y venderlos justo en este momento. Al exhibir su vida privada con los cuadros se está exponiendo mucho. Algunas de sus protestas van dirigidas a la lluvia que cae con furia. El cielo parece un campo de batalla con nubes azotadas por relámpagos rabiosos. De vez en cuando se asoma por la ventana, quiere saber si el aguacero cesará, porque de lo contrario será un día perdido y él no puede perder dinero. La lluvia cae interminable.

Nora Duval camina por la playa. El faro, entre la bruma, ejerce la atracción magnética de lo inexorable. Le indica el camino de la lluvia con su luz etérea e intermitente. Es imposible no ir tras ella, es como desoír el canto de las sirenas. Nora va hacia la lluvia. Tiene la cara y los pies mojados. Camina por los cráteres que las gotas forman al caer en la arena. En esos pozos, la lluvia guarda los secretos, el pasado, los rostros y los recuerdos. La enfrenta con su oprimido destino y con las sombras. Nora siente el agua fría sobre su cuerpo. Sí, es fría, pero no tan fría como su corazón. La lluvia siempre es triste y silenciosa. Llueve en París. Llueve en La Rochelle y también llueve en el alma de Nora Duval. La lluvia cae punzante.

Por el vidrio de la ventana de su “Privé”, Jacques Lemercier ve cómo el cielo se cubre de nubes negras y ruidosas. Luego, la lluvia se abalanza sobre la ciudad como una sombra funesta. Es un chaparrón inaudito. Las calles se llenan de agua y forman un torrente que corre desaforadamente. Desde las cúpulas de las catedrales, los pájaros salen volando en bandadas rasantes. Algunas personas con paraguas tratan de abrirlo infructuosamente. El viento los embolsa y se elevan como barriletes sin destino. El paisaje de la ciudad es desolador. No hay personas en las calles, ni en los bares, ni en la entrada de la galería de arte. Lemercier se asoma por la puerta y mira hacia el hall central. Hay dos mujeres esperando. Una tiene un paraguas, y la otra una mochila. Reconoce a la hija de la pintora Lacroix. “¡Otra vez! ¡Ya es la segunda vez que viene a la galería la hija de Denisse Lacroix! ¿Qué querrá?”, murmura Lemercier por lo bajo. La lluvia cae copiosa y extraña.

Pablo escucha cómo suena el estallido de un trueno que se expande por la ciudad. Pronto invade el rumor de la lluvia cubriendo los tejados, cambiando el rojo suave de los techos por un bermellón intenso. De la superficie y del fondo de las cosas se eleva la fragancia de la lluvia. Desde las ventanas enrejadas de las salas del hospital, las casas yacen sumergidas tras un velo indescifrable. Las calles están desiertas y anegadas. Sólo la lluvia redobla sus sonidos y entona canciones en las canaletas de lata que recogen el agua de los tejados. Pablo sale a la calle y entre la bruma vaporosa que se levanta de las aceras, la lluvia lo llama, atrayéndolo. El llamado es tan cautivante que no puede resistirse. Como un fulgor, la lluvia se desliza sobre su cuerpo, quemándolo. Cae como si fuese fuego. Y en París, sigue lloviendo con pasión.

Sentada a la mesa, donde humea un plato de comida, Celina escucha cómo la lluvia le susurra canciones olvidadas. Son las canciones que cantaba cuando era niña. La lluvia le trae recuerdos, que se anima a tararear. Hay ternura en las voces de la lluvia. Algunas gotas inquietas penetran en el campanario de la iglesia haciendo tañer las campanas. Celina abre las ventanas para que los ecos metálicos penetren en la habitación y se sienten a la mesa junto a ella. Afuera, la lluvia cae melancólica.
En Montmartre, la lluvia trae trazos largos que colorean el paisaje del barrio. François Gauthier camina bajo la lluvia con un pincel en el bolsillo, que nunca está seco. Y así, mientras busca sin esfuerzo aquella imagen que plasmar, intenta, en un arrebato sutil, robarle a la lluvia sus colores para que quede dibujado en el horizonte el rostro de la mujer que ama. Mientras llueven colores, François se pierde en ensoñaciones, distraído, y guardando en su interior, en lo más profundo, los colores más tenues. La lluvia cae inspiradora.

*Escritora argentina. Este es el capítulo de una novela.

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