Texto e ilustración de Anne
Nalsen
Lucinda vivía en el desierto. Cada mañana su abuela Rosenda
miraba el cielo y movía la cabeza con preocupación, arrugando un poco la nariz.
–Eso es lo malo de vivir en un desierto –decía Rosenda–
llueve poco y a veces no llueve nunca.
Lucinda tenía siete años y jamás había visto llover. Sólo
conocía el agua que recogía su papá del pozo: un líquido terroso y con sabor
metálico, que luego repartía con precisión para cocinar y bañarse. Lucinda casi
nunca tomaba agua. En cambio bebía la leche tibia de chiva que su hermano
Luis
ordeñaba tempranito cada mañana. Luis era más grande que Lucinda, tan grande
que ayudaba a su papá con las cabras, que eran muchas.
Lucinda no entendía la angustia de su abuela, pues no
conocía otra cosa que no fuera esa tierra roja y caliente, sembrada de espinas,
piedras y chivos, con alguna que otra sombra de cují, que ella se sabía de
memoria. Corría descalza en las mañanas frías con su chivita, buscando datos y
pitigüeyes, las frutas de los cactus, peleándoselos a los pájaros. Los pinchaba
con un palito, con cuidado porque tienen muchas espinas. Se manchaba entera de
rojo, y le encantaba cómo sonaban las semillitas negras cuando las mordía con
sus dientes fuertes.
Su abuela venía de otra parte, de una montaña, decía ella.
Lucinda sonreía mirándola con los ojos bien abiertos. No sabía lo que era una
montaña. El horizonte que la rodeaba era derechito y el cielo era su único
límite por donde lo mirara. Su abuela le contaba que en la montaña había tantos
árboles, y tan grandes, que a veces no podía mirar el cielo. Y que dentro del
bosque el aire era tan húmedo que, al mediodía, la ropa se mojaba con sólo
caminar dos pasos. A Lucinda le gustaban esos cuentos de la abuela. Lo que no
le gustaba era que moviera tanto la cabeza hacia los lados y arrugando tanto la
nariz.
Una noche la despertó una discusión entre los mayores.
Acurrucada en su chinchorro porque hacía un poco de frío, y mirando las
estrellas a través del techo de madera de cardón, escuchó a sus padres y a su
abuela hablar de mudarse. Hablaban de una gran sequía, de que los chivos se
morían, que las pequeñas siembras se secaban y que tendrían que moverse para
buscar agua. A Lucinda le dio más frío de repente. Ella no quería mudarse. Por
otra parte, no quería que su cabrita Blanquita se muriera, ¡era tan linda! La
perseguía por todos lados creyendo que ella era su mamá, pues la suya había
muerto. El corazón se le encogió un poquito y le dio miedo, pero tendría que ir
adonde los grandes decidieran ir. No quería quedarse sin mamá como Blanquita.
Cuando amaneció, su mamá tenía recogidas algunas cosas. Luis
ya había juntado las cabras y las tenía ahí, esperando debajo de una mata.
Todas tenían cara de tristeza y estaban tranquilitas, como si supieran. Sólo Blanquita
no parecía darse cuenta de nada. Cuando vio a Lucinda se puso a pegar
brinquitos de puro contenta, como sólo las cabras chiquitas saben hacerlo.
Llenaron unas pimpinas con agua del pozo, recogieron los
chinchorros y se los amarraron en el lomo a Jeremías, el burro, que tampoco
parecía muy feliz. Aurora, la mamá de Lucinda, preparó unas arepas de maíz
pelao y se las comieron con el último poquito de queso de cabra que Rosenda
había preparado hacía dos días.
Todos estaban callados. No querían dejar la casa. Era una
casita blanca, sencilla pero muy linda, enteramente hecha de barro, piedras y
palos de cardón Apenas tenía cubierto el
techo en algunas partes, mientras que en otras sólo se veía un armazón de
ramas, ¡total, si nunca llovía! Cada año el papá de Lucinda encalaba las
paredes para Navidad, y pintaba las puertas y ventanas, que eran de madera, de
un amarillo intenso.
Lucinda nunca había pasado un día entero fuera de su casa.
Por eso, cuando llegó el momento de partir le dieron tantas ganas de llorar y
sintió como si se hubiera tragado un dato entero y lo tuviera atravesado en la
garganta. Casi no podía respirar. Cuando miró hacia atrás, le pareció que la
casa estaba triste. El cují inclinado, que casi tocaba el suelo, se movía
lento, como diciendo adiós.
Caminaron lento y sin pausas, todo el día. Sólo se pararon
un momento, cuando Lucinda se quejó de sed y de que le dolían los pies.
Descansaron un rato bajo la sombra de un Yabo, mientras Lucinda tomaba un poco
de agua y su mamá le sobaba los pies. Blanquita la seguía por todo el camino,
brincando a su alrededor y haciéndola reír de vez en cuando. Su mamá parecía cansada.
La abuela
Rosenda miraba el cielo. Su papá, que se llamaba Luis, igual que su
hermano, arreaba las cabras y a
Jeremías, dando golpecitos con una varita flaca en el piso, con ayuda de
Luisito, quien hacía lo mismo pero en otro lado. Estaban todos en silencio,
como pensando.
Durmieron esa noche detrás de una duna que tenía un cují
grandote, extendido, y retorcido hacía
atrás. Allí guindaron los chinchorros, comieron otra arepa pelada y tomaron
otro poco de agua. El viento soplaba fuerte en esa zona y, aunque la duna los
protegía, el cují se mecía, crujiendo un poco. A Lucinda el ruido le daba
miedo. Montó a Blanquita en su chinchorro, a escondidas de su mamá, que no la
dejaba dormir con animales. Así se sintió mas tranquila, aunque la cabrita se movía
constantemente, clavándole las patas en las costillas.
Al día siguiente amaneció radiante y frío. Blanquita balaba
desesperada por bajarse del chinchorro, pero Lucinda estaba rendida. Ya Luisito
había ordeñado las cabras cuando logró despertarse. El papá prendió un fuego y
pudieron comer la arepa mojadita en un café con leche tibio. Casi parecía que
estaban en casa, pero sin las ventanas amarillas color sol.
Caminaron mucho durante unos varios días. Lucinda perdió la
cuenta. Cada jornada era igual a la otra.
Caminar y caminar.
Sol. Mucho sol, algunos cujíes y arena y piedras.
Cielo azul, mucho cielo azul.
Un día Lucinda vio unas manchitas blancas en el cielo, que
corrían y corrían. Se veían tan suavecitas que provocaba tocarlas.
Su mamá le dijo que eran nubes.
–Nubes, que nombre tan bonito, a mi próximo chivito le
pondré así: "Nube" –dijo Lucinda–. ¿Y por qué corren las nubes mamá?
–preguntó curiosa–.
–Las persigue el viento, hijita, tienen ganas de llover,
pero en otra parte, van cargaditas de agua que llevan a la montaña-. A Lucinda le parecía muy raro eso de que las
nubes estuvieran cargadas de agua.
–El agua está debajo de la tierra y es marrón, mamá –afirmó
Lucinda.
–No mi amor, el agua no tiene color y viene del cielo. A
Lucinda, los cuentos de los adultos le parecían puros misterios.
Ya casi no tenían agua para tomar, Jeremías trotaba más
aliviado, porque las pimpinas cargadas de agua pesaban mucho y ahora estaban
casi vacías. El maíz pelado que la abuela había preparado, ya casi se había
terminado. Todos estaban tristes, caminaban sin ver el camino, sobre todo la
abuela Rosenda, que bajo el sombrero murmuraba interminablemente y sacudía la
cabeza más que nunca.
–¿Cuándo vamos a llegar mamá? –preguntó Lucinda agotada.
–No sé mijita –respondió la mamá, pasándole la mano por la
pelambre seca y descolorida por el sol– no sé ni siquiera para dónde vamos,
estamos buscando agua.
En todos los días que estuvieron caminando no habían visto a
nadie, sólo algunas culebras, cardenalitos, cabras montunas, lagartijas y esas
cosas, pero no se habían encontrado con ninguna casa, y ningún ser humano pasó
caminando por allí. Como si sólo existieran ellos, los animales y el desierto.
Un día, después de tantos iguales, cambió el olor del aire.
–El viento huele distinto, mami. Me pica un poquito en la
nariz y me dan ganas de estornudar–. Lucinda corrió un poco hacia delante con
los ojos cerrados y los brazos abiertos, oliendo, oliendo ese olor tan raro. Se
trepó a una duna blandita y caliente y abrió los ojos.
–¡Mamá! ¡La tierra se puso azul y se mueve, mamá, y huele
raro, huele a sal! ¿Qué eso tan azul mamá?
Luisito llegó de segundo y se quedó allí, junto a Lucinda,
petrificado. Luego llegaron los adultos y las cabras. Jeremías llegó de último,
tan cansado estaba, el pobrecito.
–Es el mar –le contestó Rosenda, con una sonrisa en la cara,
grandota, como hacía tiempo no le veía Lucinda–. Es el mar ¿no es bonito?
–¿Y qué es el mar abuelita?
–El mar es mucha agua junta, mijita. Toda el agua del mundo
juntita y meciéndose ahí, donde lo ves.Ahora sí que Lucinda no entendía nada.
Ella tomaba agua que era marrón y estaba debajo de la tierra, su mamá le decía
que el agua no tenía color y vivía en el cielo, corriendo perseguida por el
viento y ahora la abuelita le decía que era azul y se mecía.
–No se ponen de acuerdo –se dijo– y decidió averiguarlo ella
misma. Así que arrancó a correr hacia la orilla del mar, con Blanquita pegada a
los talones.
Sintió el agua en los pies y le pareció muy rico. Estaba
fresquita y ella tenía tanto calor que siguió caminando y chapoteando. El agua
se le fue trepando por las piernas, las olas le hacían cosquillas en las
rodillas. Blanquita se quedó en la orilla. A ella no le gustó eso de mojarse
las patas, y balaba con desconfianza. Cuando el agua le llegó a la cintura, le
dio miedo y no siguió. Usando las manos, se echó agua en la cabeza. La sorpresa
la hizo cerrar los ojos con fuerza.
–¡Ah! qué sabroso.
Pero ¡mamá esta agua está salada! –Exclamó Lucinda–. Y corrió de nuevo a la
orilla un poco asustada. – ¡Me pica en los ojos!– y se restregaba.
La abuela se reía. Estaba feliz, por lo visto. Se reía y le
decía:
–Sí, Lucinda, el agua
del mar tiene mucha sal. La sal que usamos para salar el queso viene del mar.
Lucinda se sentó en la arena toda confundida. Las únicas
veces que probó agua así de salada, era cuando lloraba. Como cuando se murió la
mamá de su cabrita, por ejemplo, y la dejó huérfana y chiquitica con las patas
flacas y torcidas. O como cuando se pinchó el dedo, duro, con una tuna. O
aquella vez que se cayó y una piedra le abrió un hueco en la rodilla, que
sangraba y ardía. Lloraba y lloraba, y las lágrimas eran así, saladitas.
–Mami, ¿quién estaba tan triste que hizo ese pozo tan grande
de agua salada?
–Abuelita
-¿Dónde se acaba el mar?
– ¿Por qué va y viene? ¿No se decide a quedarse de una vez?
– ¡Ay mijita! –Le decía Rosenda– no pregunte tanto que tenemos que conseguir
agua para tomar.
– ¿Y ésa no se puede tomar?
–No –le contestó Rosenda riendo todavía- te da dolor de
barriga y más sed, si tomas agua de mar.
Caminaron por la arena de la playa.
– ¡Qué suavecita es mami! ¡mira cómo se me hunden los pies!
Más adelante encontraron una choza de pescadores. Era una
casita como inventada: unos palos, unas tapas de zinc y una puerta torcida. Un
perro marrón con el pelo parado y los ojos brillantes les salió al paso,
ladrando fuerte. Se oyó una voz que salía de adentro, gritando: –¡Chucho! ¡Deja
ya el escándalo! ¿Qué es lo que pasa?
Y enseguida apareció una señora alta y morena, limpiándose
las manos en el vestido.
-¡Buenas tardes! – Les dijo sonriendo sin ningún diente y
muchas arruguitas alrededor de los ojos-. Rosenda se acercó y habló un rato con
ella, mientras Lucinda trataba de acariciar al perro, que estaba más interesado
en las cabras que en la gente. Cuando volvió, la abuela les dijo: –la señora se
llama María y nos invita a quedarnos aquí esta noche–.
Lucinda se puso contenta pues le había gustado mucho ese
montón de agua salada y fresquita. Blanquita, en cambio, no estaba muy
convencida porque el perro le daba miedo. Su mamá agradeció el descanso y se
sentó en la sombra sobre la arena, al lado de su papá, que parecía aliviado.
Al rato apareció otra vez María, y les ofreció comida. Los
hizo pasar a su casita casi de mentira, y los sentó en una mesa, un poco
apretujados porque era chiquita. Sirvió arepa, pescado frito y papelón con
limón. Lucinda estaba asombrada. Nunca había comido pescado y no paraba de
preguntar. Jurungó el pescado con las manos, encontró las espinas, comió con
gusto y se tomó todito el papelón con limón.
Cuando terminó estaba embadurnada
de pies a cabeza. María se rió sin ningún diente y muchas arruguitas y le dijo
que se lavara las manos. La llevó a un bañito pequeño donde había un aparato
metálico con un pico, que ella llamó "chorro" encima de un pipote
lleno de agua. Lo abrió y ayudó a Lucinda a lavarse la cara y las manos con
jabón. Ahora sí era verdad que Lucinda estaba asombradísima. Además del mar,
que es agua con sal, del agua marrón de su tierra y del agua que corría en el
cielo, además, salía agua por ese chorro. El agua sí que era rara.
El resto de la tarde estuvieron conversando en la playa, al
lado de la casita. El esposo de María era pescador y estaba de campaña, que es
como ellos le dicen a salir a pescar al mar. Por eso ella estaba sola con
Chucho, el perro. Arreglaron los chinchorros como mejor pudieron, unos adentro
y otros afuera, en el porchecito de la casa. Enseguida empezó a soplar un
viento muy fuerte que venía desde el mar.
–Va a llover –dijo María– y como si hubiera dicho un
abracadabra comenzó un ruido metálico a escucharse sobre sus cabezas:
¡plin-plin-plin! Primero lento y suave y luego cada vez más fuerte hasta que se
convirtió en un ruido sordo y continuo. Lucinda no entendía de qué se trataba,
miraba hacia el techo extrañada por su sonido, hasta que miró hacia afuera.
¡Caía agua del cielo!
Blanquita estaba asustadísima, levantaba las patas molesta y
no paraba de balar. El resto de las cabras se refugiaron junto a Jeremías
debajo de una mata de uva de playa. La abuela se acercó a Lucinda y le dijo en la oreja, duro,
porque casi no se oía nada por la bulla en el techo: –Lucinda, ¡anda, prueba la
lluvia!–. Lucinda le preguntó a su mamá con la mirada y ella sonreía con toda
la cara, así que salió afuera. Las gotas le golpearon la cara, frías, sabrosas.
Se empapó rapidísimo y de puro contenta se puso a correr y bailar. ¡Ya entendía
lo que le contaba su mamá! ¡El agua sí cae del cielo!
Llovió mucho rato, hasta muy entrada la noche. Lucinda se
despertó cuando ya no se oía el repiqueteo de las gotas contra el techo. Se
bajó del chinchorro y fue a curiosear un poco por los alrededores. En la tierra
alrededor de la casa se había formado un pozo con el agua de la lluvia. Lucinda
se acercó y miró al pozo, que le devolvía su imagen y las estrellas reflejadas,
como si ese pedacito de agua contuviera todo el cielo. Allí se quedó un rato,
quietecita, extasiada con ese último misterio del agua. Y pensó, resuelta:
–¡Yo quiero quedarme aquí, donde vive el agua!
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